Libertad de Presa
RODRIGO ZALABATA VEGA
E–mail: rodrigozalabata@gmail.com
La revista Semana, en orden radical de periodismo militar, dio la baja a Coronell, el periodista que en su columna de opinión estremeció su propia casa editorial al hacerle la pregunta pública de por qué se ocultó en ella un secreto de estado que apuntaba a matar si se ejecutaba. La acción furtiva en los cuarteles de invierno de su dirección causó estupor y asombro, si el gran medio de prensa en Colombia contrariaba las leyes que fundamentan la profesión, cuyo deber centra su objetivo en dar a conocer tal cual el hecho de que trata y en el derecho de proteger la fuente de su información; mientras en la clandestinidad de la noticia pasada por alto, desvelada por el columnista, hizo lo contrario, omitió la denuncia a saber, y la fuente, ante el silencio cómplice de su confesor, se exponía al peligro que se utilizara en su contra la pólvora que daban a guardar.
Se trataba de una directriz escrita desde el comando central e impartida al interior del Ejército Nacional a sus altos mandos, en la que se ordenaba actuar con la prontitud de una bala, con la mira puesta en duplicar los números de actuaciones y bajas del año anterior. Al cumplir esos propósitos no se les dotaba de más ni mejores armas pero sí se les facilitaba utilizarlas, manteniendo levantado el seguro de la ley para que pudieran disparar más rápido. Para hacerlo posible se modificaban los protocolos internacionales exigidos a los ejércitos del mundo en la seguridad de sus operaciones, que permitan mantener al margen y a salvo a la población civil, al reducir a un 60 – 70 por ciento la credibilidad y exactitud de las acciones llevadas a cabo, de tal suerte que equivaldría a mantener un ojo cerrado y el otro montado, e identificar la cara del enemigo con el fogonazo del disparo, y al tratarse de un ataque aéreo tendría la clarividencia de un rayo caído del cielo.
La noticia le llegó a la revista Semana en la voz caliente de varios altos oficiales que desertaban por un momento del regimiento militar, despavoridos de enfrentar los muertos contables con qué alcanzar las metas en el 2019, sin saber qué hacer con toda la fuerza del estado de derecho puesta en sus manos al filo del delito. El temor manifiesto no traicionaba el juramento de armas del honor de soldados de la patria, en Colombia más que vocación es instinto de supervivencia, sino que su valor se sometiera a medidas cuantitativas, en su cumplimiento y posibilidades de los merecidos ascensos de carrera, lo que podía empujar en sus filas un efecto dominó, de quién da más plomo, tal como la mano invisible del mercado en el capitalismo salvaje mata en silencio sin saberse por qué ni a quién.
Aquel silencio inaudito de la revista Semana, por tres meses, como un nudo en la garganta de un Heraldo, hizo que los mismos oficiales buscaran refugio en la prensa extranjera, hasta tocar las puertas del New York Time, periódico que solo atiende crímenes de escala mundial, sin poder creer el escándalo que suponía una chiva guardada en los escritorios de un medio de prensa, la que no tardó en publicar y comentar, como la reedición de las órdenes perentorias que ejecutaron los llamados “falsos positivos”, el fusilamiento de miles de jóvenes que buscando empleo los emplearon de estadísticas en carne y hueso, por el prurito de enviar un mensaje de paz a la nación de que el Estado ganaba la guerra.
Quizás el asombro de recibir semejante noticia pasada por alto hizo que el NYT no le diera su verdadero alcance, ya que la explicaba como una directriz operacional del comando central del ejército colombiano, que reviviría las muertes que se creían sepultadas en la ignominia, y no como en realidad es, una política de Estado, o del gobierno a su cargo, ya que no se entendería cómo una disposición militar que modifica los reglamentos internacionales sobre el uso legítimo de la fuerza por los Estados, logrados de acuerdos multinacionales por cerrar las heridas ajenas en tantas guerras del mundo, sea dada sin tener en cuenta al comandante en jefe constitucional, el propio presidente de la república. Al menos en el gobierno Uribe se tuvo la honestidad institucional de que esos fusilamientos infames se hicieran al amparo de la Directiva Ministerial 029 de 2005.
La respuesta a Coronell se dio de hecho y consistió en su retiro de la revista, así días después, ante la estampida de los lectores del columnista más leído, haya ofrecido una explicación a la opinión pública, llorando el muerto que vos mataste, con menos contenido editorial que quedarse callada. Respuesta que abrió otra pregunta: el papel de la gran prensa en la convulsa historia de Colombia. Pues parece que los actos de gobierno, sobre los que es obvio predecir sus consecuencias mortales, no son reseñados ni siquiera como noticias, y después de ocurrido el hecho se hace una crónica de una muerte anunciada, con la que se venden más ejemplares. Más aún en este suceso en el que se reeditaba un hecho ya consumado en otro gobierno, con casi los mismos protagonistas, en el que solo se cambiarían los nombres de los muertos.
En teoría la prensa debe ser el contrapeso del poder establecido, al detallar los hechos tan pronto como van sucediendo, antes que se les ponga el uniforme oficial; así como el Estado político debe serlo del poder económico, si se supone que representa la voluntad general. La práctica en Colombia nos muestra que son el mismo poder hegemónico, porque después de más de 50 años de guerra el tribunal de justicia que la juzga apenas se apresta a desentrañar qué sucedió, sin reparar que solo sirvió para consolidar una de las sociedades más inequitativas del planeta, en medio de un holocausto que supera las muertes del resto de guerras del continente, mientras la gran prensa nos muestra como el mejor vividero con la gente más feliz del mundo.
Este caso explica por qué la prensa en Estados Unidos tenga la capacidad de tumbar un presidente, y en Colombia lo sostenga contra de toda evidencia, si las grandes casas editoriales son jardines infantiles donde juegan los futuros presidentes. Por eso cuando llegan a serlo, la libertad de prensa se vuelve la misma libertad de presa en una cárcel, porque a la hora de la verdad tendrá derecho a que se maquille.